Neoliberalismo y segregación

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Cualquier tipo de segregación, no importa la forma en que se presente, resulta perjudicial para quien la experimenta. Jamás se ha dado el caso en que la segregación, bajo circunstancia alguna, beneficie al objeto de ésta. Marginar, limitar la movilidad, restringir el espacio en el que poder desplazarse, señalar con un dedo acusador a un presunto culpable, secuestrar su legitimidad, construir barreras a su alrededor acentuando su sentimiento de inferioridad ... no son sino signos de acoso y hostigamiento hacia aquel que ha sido declarado culpable de pretender vivir libremente.
A pesar de la insistencia en el supuesto beneficio que pueda suponer la segregación, el resultado siempre se revela como un perjuicio para quien debe aceptar sus imposiciones. La argumentación neoliberal que aboga por la segregación en aras de la protección de la víctima se repite con tanta frecuencia, que la aceptamos sin cuestionar la falacia subyacente: la segregación de una víctima de acoso mediante la limitación de su movilidad no puede, en ningún caso, redundar en beneficio del acosado. A menos que pretendamos construir una torre de marfil donde aislar a la víctima, glorificando la segregación y haciendo su vida prácticamente imposible.
La protección de la víctima no se logra disimulando su presencia, ni mucho menos construyendo barreras que la aíslen e incomuniquen. Por más que se procure separar a la víctima de su acosador, reduciendo su espacio y restringiendo su movilidad, tarde o temprano sus caminos se cruzan. Obstinarse en el beneficio que este tipo de prácticas aportan a la víctima, en el sentido de no verse confrontada con su acosador, no hace sino redundar en favor de éste, quien puede continuar desplazándose sin limitación alguna, disfrutando de su libertad, apropiándose del espacio y sacando provecho de su acoso.
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Utilizando como pretexto la protección de un hipotético acosador, el vehículo motorizado, muchas ciudades han decidido apostar por el modelo neoliberal consistente en restringir la movilidad ciclista mediante el confinamiento de la bicicleta en ámbitos marginales, estrechos e incómodos, a menudo rodeados de obstáculos. Sin hacerlo explícito, se reduce el espacio de la bicicleta y se la señala como culpable del delito imperdonable de desplazarse a una velocidad moderada, ralentizando el tráfico, como si las congestiones no tuvieran por origen el propio automóvil. Se la acusa de entorpecer la circulación, como si no formara legítimamente parte del tráfico. Se identifica al ciclista como un dominguero ocioso sin nada mejor que hacer, como si disfrutar del trayecto constituyera un oprobio. Se transforma la bicicleta en un juguete no apto a los trayectos diarios, como si desplazar varias toneladas de peso si lo fuera. Sobran las excusas para apuntar al ciclista con un dedo acosador, marcando a un tiempo el camino hacia la segregación de la bicicleta.
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Tras décadas de políticas neoliberales, la falta de empatía acaba transformando las ciudades. La segregación implica una pérdida de legitimidad explícita, suponiendo una afrenta que no solo afecta a aquellos que la sufren directamente, sino que igualmente contempla como cómplices a todos quienes la observan con indiferencia, homologando la injusticia. Las situaciones de acoso, además de anular la libertad de elección, conllevan a menudo la renuncia de un derecho fundamental, conseguido tras mucho esfuerzo, creando un precedente peligroso.
Observar impávido la aplicación de la ley del más fuerte en piel ajena no deja de ser un mal principio, creando un antecedente funesto. Así sucede a menudo que la segregación ciclista se acaba trasladando a peatones y usuarios del transporte público, quienes se convierten en rehenes de la bicicleta. Es común encontrar ciclistas que circulan impunemente por aceras y entornos exclusivamente peatonales, atravesando y rodeando sin pudor marquesinas de autobús, obstaculizando el tránsito del peatón, el eslabón más frágil de la cadena. Muchas ciudades toman como ejemplo un modelo neoliberal de movilidad donde se ensalza a modo de recompensa compensatoria la incautación de vías segregadas ciclistas en acera, en detrimento de espacios peatonales. Como consecuencia de la segregación de la que la bicicleta es víctima, el usuario del transporte colectivo deja de ser considerado prioritario, convirtiéndose en un daño colateral más. Con el consentimiento del poder vigente, la vía pública se convierte poco a poco en un ecosistema neoliberal donde se impone el más fuerte.
Ante la promesa neoliberal de un espacio exclusivo, exento de responsabilidades, donde poder dar rienda suelta a su frustración sin más complicaciones, el ciclista contempla como una conquista su exigencia correspondida de una limitación de movimientos, abogando con entusiasmo por la privación de sus derechos. Asumida su condición de obstáculo al progreso motorizado, considera un éxito su segregación en ámbitos marginales donde su condición de impedimento a la civilización no implique mayores contratiempos. Una vez integrado su rol de traba a la velocidad, la bicicleta a menudo no puede sino desempeñar hasta el final su papel, identificándose con el origen de su desgracia, que a menudo justifica. No es raro encontrar ciclistas que abogan por la segregación de la bicicleta, sin objeción alguna ni al automóvil, ni a la larga lista de privilegios que lo acompañan. A pesar de ser precisamente el reducido entorno donde se obliga a circular al ciclista un ámbito limitado, habitualmente incómodo y rodeado de impedimentos, franqueado por cruces constantes y donde las situaciones de peligro se multiplican, es ahí donde la víctima del acoso percibe una mayor seguridad. La argumentación neoliberal en favor de la segregación es aceptada como un mantra que se repite una y otra vez. La víctima asume el gueto al que ha sido reducida como más cómodo y seguro, temerosa de su agresor, orgullosa de disponer de una dimensión de exclusividad. Se asimilan tanto el mensaje en favor de la velocidad urbana, como la segregación de la bicicleta como un mal menor ante el previsible acoso, reforzando un sentimiento de culpabilidad latente.
La segregación ciclista no deja de ser una derrota. Siempre es una derrota. Como ciudadanos y como sociedad. Supone una renuncia de legitimidad frente al poderoso. La resolución de cualquier situación de acoso no puede consistir en la aplicación de segregación alguna. Bien al contrario, se requiere la creación de un entorno amable y respetuoso en el que convivir, acatando unas normas, poniendo limite a las causas de eventuales conflictos. Después de años de políticas neoliberales, el aumento del individualismo no supone una sorpresa y es algo que cabria temer. Lo inquietante es observar como un modelo de movilidad basado en la segregación, es igualmente asumido con naturalidad por la izquierda política.
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